Foto: Mariela Castañón

Carolina Vásquez Araya

La vida de los otros

Los primeros pasos en la vida llevan la brújula de las sociedades y definen su destino.

Desde la segura comodidad de una vida regulada por una posición de privilegio, ya sea por el simple hecho de tener un trabajo digno, un ingreso garantizado o acceso a la educación, la idea formada sobre los demás nos tiende a distribuirlos en distintos nichos y diversas escalas sociales. Son recursos útiles para ubicarnos en donde nos corresponde o para intentar ingresar en ese espacio ideal al cual deseamos pertenecer. Es esta una acción natural de los conglomerados sociales y pocos individuos, muy pocos, pueden presumir de poseer una visión desprovista de prejuicios, de racismo o de estereotipos con los cuales segmentar a los demás de manera arbitraria y acomodaticia.

Percibimos a la sociedad como una pirámide. En su base están los más pobres y, en su pequeño ápice, reunidos los ciudadanos poderosos, quienes determinan el presente y futuro de la gran masa sobre la cual descansan y de la cual obtienen su riqueza y su poder. Ellos también dictan las reglas que regulan al resto, con lo cual equilibran las fuerzas que les permiten sostener sus posiciones. Visto así, la manera como solemos juzgar a quienes no se encuentran en nuestro pequeño ámbito social surge espontánea y ese juicio, por lo general implacable, se dirige con especial énfasis contra quienes se encuentran por debajo del nivel al cual supuestamente pertenecemos.

Esto me hace recordar la ligereza con la cual se adjudicaron vicios y delitos a las niñas y adolescentes víctimas de violaciones, abuso, tortura y muerte quienes, por muy distintos motivos, se encontraban recluidas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, en Guatemala. Esas niñas fueron víctimas de abuso, violaciones y trata de personas con fines de tráfico sexual por parte del Estado a través del personal destinado a administrar ese centro. Sin embargo, amplios sectores las catalogaron -sin la menor evidencia- como “prostitutas, delincuentes, viciosas, revoltosas”.

Es decir, culpables y merecedoras del fin al cual fueron salvajemente destinadas y justificando de ese modo cualquier acto de violencia en su contra. Sin paliativos, sin juicio y, por supuesto, sin el menor beneficio de duda. Este trágico episodio, en el cual 41 de ellas sufrieron una muerte atroz en medio de las llamas, obliga a reflexionar sobre los riesgos de la institucionalización de niños, niñas y adolescentes en situación de riesgo pero, mas allá de una mera aproximación a ese procedimiento de carácter judicial, realizar un profundo análisis sobre la realidad de esas instituciones, su pertinencia y sus métodos.

Someter a una niña, niño o adolescente a una permanencia prolongada en una institución de esta naturaleza ha sido objeto de innumerables estudios. Lo más importante, sin embargo, es comprender cómo un ser en proceso de formación -quien, por alguna razón: abandono, maltrato u orfandad tiene como destino la reclusión obligada- es destinado por decisión de un sistema jurídico determinado a permanecer por tiempo indefinido en un sitio cuyas características carecen de las calidades y capacidades para proveer el cuidado personalizado y correcto de acuerdo con cada caso.

El drama de la niñez en países tales como los nuestros proviene de su débil incidencia en la agenda pública. Este importantísimo sector de la sociedad suele ser considerado como un apéndice improductivo y no como un protagonista vital en los procesos de desarrollo. Esta falencia se refleja en el total abandono desde las más altas instancias, cuyas prioridades están centradas en la conquista y conservación de los poderes político y económico, por medio de maniobras muchas veces reñidas con la ley. Amparando esa opacidad en el manejo de la cosa pública, las sociedades actúan como una membrana capaz de invisibilizar el extenso drama de la niñez abandonada.

Resulta del todo impensable considerar, siquiera, un cambio radical en la visión colectiva sobre la realidad de la niñez. Hay países, como Guatemala, en donde sus habitantes de entre 0 y 12 años asciende a un tercio de la totalidad de la población y ni siquiera tienen una mención privilegiada entre las políticas públicas o el presupuesto de ingresos y egresos que las sostiene. Un país en donde el 90 por ciento de jóvenes entre 13 y 30 años carece de acceso a un servicio de salud, público o privado y en donde casi el 70 por ciento está fuera del sistema educativo. A eso, añadir el índice de desnutrición crónica en más de la mitad de la población infantil, con toda la carga que ello implica en deficiencias físicas, neurológicas y de oportunidades de vida.

Este escenario es el caldo de cultivo en donde se macera lentamente una sociedad empobrecida, debilitada e incapaz de construir futuro. Su fuerza laboral viene señalada por las carencias y eso constituye uno de los principales motores del incremento de la violencia, la emigración y las patologías asociadas a un entorno en donde la ley no se respeta ni la justicia impera. Es allí en donde la infancia suele recibir los mayores golpes y en este entorno enfermizo, niñas, niños y adolescentes enfrentan a diario el vacío y el abandono.

Una de las razones por las cuales jamás pensamos seriamente en la vida de los otros, es esta miseria que nos rodea y a la cual oponemos trucos psicológicos para no enfrentarla porque, de hacerlo, estaríamos obligados a actuar. Ya es hora de abrir los ojos y la conciencia para salvarnos a nosotros mismos, porque esa infancia aparentemente lejana es el germen del futuro que nos espera.

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